Carlos Slim y Emilio Azcárraga/ Foto: Proceso |
La unificación bajo un solo mando de las diversas expresiones de la oligarquía mexicana y de la clase política nacional no es motivo de celebración sino de preocupación. En teoría la democracia representativa y el constitucionalismo moderno sirven para controlar los excesos del poder económico y limitar los abusos del poder público. Pero para funcionar en la práctica, se requiere de una sociedad diversa y empoderada, con una variedad de intereses en conflicto. Sin una vibrante pluralidad política que constantemente cuestiona las decisiones de la autoridad y llama a cuentas a los poderes fácticos, las instituciones rápidamente dejan de defender el bien público y terminan por cuidar solamente los intereses de los poderosos.
Es un grave error confundir la “modernidad” con el consenso. Las sociedades modernas son precisamente aquellas que fomentan el debate y permiten el florecimiento de la más amplia diversidad de puntos de vista. La modernidad tampoco significa el fin de las “ideologías”. Al contrario, las sociedades avanzadas son precisamente aquellas donde conviven todas las ideologías en absoluta igualdad de condiciones.
Ian Shapiro, destacado teórico de la Universidad de Yale, ha definido la democracia como “un medio para manejar relaciones de poder con el fin de minimizar la dominación”. De acuerdo con esta definición, el sistema político en México hoy se encontraría de cabeza. Con la consolidación del Pacto por México como el nuevo poder supremo de la nación, nuestras instituciones supuestamente democráticas se habrían convertido en medios muy efectivos para “manejar relaciones de poder” pero con el fin de maximizar, en lugar de minimizar, la dominación.
Las reformas laboral, educativa y de telecomunicaciones, así como la próxima reforma energética, tienen el propósito de expandir las oportunidades de explotación para los empresarios más poderosos del país, así como minimizar el control ciudadano. La absoluta exclusión de la sociedad civil en el debate y la discusión de estas modificaciones legales es el indicador más claro de su verdadero objetivo.
Los nuevos gobernantes hacen esfuerzos olímpicos por recubrir este proyecto de dominación con un discurso supuestamente tecnocrático. Manlio Fabio Beltrones ha señalado que la reforma en materia de telecomunicaciones “no es para desahogar agravios”, sino únicamente para “servir a los mexicanos”. Luis Videgaray repite hasta el cansancio que habría que deshacerse de las “ideologías” con respecto al petróleo y que el enfoque de la reforma energética debe ser “pragmático”.
Este discurso es profundamente engañoso porque no hace más que esconder la clara ideología neoliberal de sus promotores. El Financial Times, por ejemplo, ha señalado abiertamente que el reto de Peña Nieto sería llenar el supuesto vacío de liderazgo político en América Latina que deja la muerte de Hugo Chávez para revivir el “Washington consensus”.
El enfoque tecnocrático también busca cancelar el debate público sobre los grandes temas nacionales y desmovilizar a la sociedad. El propósito es alejar al ciudadano de la política con el fin de dejar las decisiones fundamentales en manos de Peña Nieto y sus amigos
Estas estrategias son típicas de lo que Sheldon Wolin, filósofo de la Universidad de Princeton, ha llamado el “totalitarismo invertido” o “neo-totalitarismo”. Bajo el “totalitarismo clásico” de Hitler, Stalin y Mussolini se lograba el control social, la uniformidad de criterios y el poder omnímodo del Estado por medio de la movilización popular constante desde el gobierno bajo el liderazgo carismático del Jefe de Estado. Hoy, de acuerdo con Wolin, se establece la misma manipulación y control por medio de la desmovilización y desinterés ciudadano fomentado por los medios de comunicación privados. Esta apatía también se convierte en el perfecto caldo de cultivo para la captura total del Estado por la oligarquía y las empresas monopólicas.
Es un grave error confundir la “modernidad” con el consenso. Las sociedades modernas son precisamente aquellas que fomentan el debate y permiten el florecimiento de la más amplia diversidad de puntos de vista. La modernidad tampoco significa el fin de las “ideologías”. Al contrario, las sociedades avanzadas son precisamente aquellas donde conviven todas las ideologías en absoluta igualdad de condiciones.
Ian Shapiro, destacado teórico de la Universidad de Yale, ha definido la democracia como “un medio para manejar relaciones de poder con el fin de minimizar la dominación”. De acuerdo con esta definición, el sistema político en México hoy se encontraría de cabeza. Con la consolidación del Pacto por México como el nuevo poder supremo de la nación, nuestras instituciones supuestamente democráticas se habrían convertido en medios muy efectivos para “manejar relaciones de poder” pero con el fin de maximizar, en lugar de minimizar, la dominación.
Las reformas laboral, educativa y de telecomunicaciones, así como la próxima reforma energética, tienen el propósito de expandir las oportunidades de explotación para los empresarios más poderosos del país, así como minimizar el control ciudadano. La absoluta exclusión de la sociedad civil en el debate y la discusión de estas modificaciones legales es el indicador más claro de su verdadero objetivo.
Los nuevos gobernantes hacen esfuerzos olímpicos por recubrir este proyecto de dominación con un discurso supuestamente tecnocrático. Manlio Fabio Beltrones ha señalado que la reforma en materia de telecomunicaciones “no es para desahogar agravios”, sino únicamente para “servir a los mexicanos”. Luis Videgaray repite hasta el cansancio que habría que deshacerse de las “ideologías” con respecto al petróleo y que el enfoque de la reforma energética debe ser “pragmático”.
Este discurso es profundamente engañoso porque no hace más que esconder la clara ideología neoliberal de sus promotores. El Financial Times, por ejemplo, ha señalado abiertamente que el reto de Peña Nieto sería llenar el supuesto vacío de liderazgo político en América Latina que deja la muerte de Hugo Chávez para revivir el “Washington consensus”.
El enfoque tecnocrático también busca cancelar el debate público sobre los grandes temas nacionales y desmovilizar a la sociedad. El propósito es alejar al ciudadano de la política con el fin de dejar las decisiones fundamentales en manos de Peña Nieto y sus amigos
Estas estrategias son típicas de lo que Sheldon Wolin, filósofo de la Universidad de Princeton, ha llamado el “totalitarismo invertido” o “neo-totalitarismo”. Bajo el “totalitarismo clásico” de Hitler, Stalin y Mussolini se lograba el control social, la uniformidad de criterios y el poder omnímodo del Estado por medio de la movilización popular constante desde el gobierno bajo el liderazgo carismático del Jefe de Estado. Hoy, de acuerdo con Wolin, se establece la misma manipulación y control por medio de la desmovilización y desinterés ciudadano fomentado por los medios de comunicación privados. Esta apatía también se convierte en el perfecto caldo de cultivo para la captura total del Estado por la oligarquía y las empresas monopólicas.
Urge revitalizar a la democracia mexicana por medio de la construcción de nuevas instituciones y organizaciones que puedan evitar la consolidación del neo-totalitarismo neoliberal. Una propuesta interesante es la de John P. McCormick, politólogo de la Universidad de Chicago, quien propone la recuperación del ejemplo histórico de los concilium plebs de la antigua Roma. Estas instituciones de rendición de cuentas intencionalmente excluían la participación de los ciudadanos más poderosos y fungían como centros de control y denuncia ciudadano sobre los abusos de las élites políticas y económicas.
El “Pacto por México” busca excluir a los disidentes y marginar a las voces críticas al tacharlas de “radicales” e “irresponsables”. En respuesta, se debe construir un fuerte contrapoder ciudadano que arrebate la palabra a los políticos y consolide nuevos caminos para expresar el profundo espíritu libertario del pueblo mexicano.
Twitter: @JohnMAckerman