México ha vivido tres sombríos lustros sin que la sociedad civil haya podido conseguir victorias palpables. Desde el movimiento que surgió en 1994 a raíz de la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, no hemos vuelto a percibir procesos en los que las fuerzas sociales logren imponer la agenda política y conducir el debate nacional. Sin embargo, hoy como nunca tenemos ante nosotros una coyuntura similar a la de 1994, en la que un nuevo levantamiento social tendría la fuerza suficiente para arrebatar de la misma clase política de siempre el control sobre el destino del país.
En esta ocasión, el terreno más fértil para el despertar de este movimiento renovador de la política nacional proviene de la frontera norte. En lugar de la nueva versión del Ejército Libertador del Sur, hoy podríamos estar en la antesala de la articulación de otra dorada División del Norte.
En 1994, Chiapas y los estados del sur resentían con mayor crudeza los efectos del abandono del campo y el sometimiento de las tradiciones indígenas debido a la imposición del modelo neoliberal a partir de los años ochenta. Hoy, Ciudad Juárez y otras ciudades norteñas desnudan de manera particularmente dolorosa las contradicciones de la “inserción” de México en el “mercado global”, que envía cada vez más mexicanos al subempleo maquilador y al extranjero para trabajar como “ilegales” en condiciones infrahumanas.
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