John M. Ackerman
El colapso de la institucionalidad democrática en México es tan completo que ya nadie espera acción alguna de las autoridades gubernamentales en favor de la justicia o la honestidad. Todos sabemos que quedarán perfectamente impunes las recientes revelaciones periodísticas sobre delitos electorales cometidos por el hacker colombiano Andrés Sepúlveda, las triangulaciones financieras del compadre de Enrique Peña Nieto, Juan Armando Hinojosa, y las millonarias contribuciones de la empresa del operador financiero del cártel de Juárez, Rodolfo Dávila, a la campaña presidencial de Peña Nieto.
Y los recientes ataques en contra tanto de los normalistas de Ayotzinapa como de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos confirman que este emblemático caso jamás se resolverá, mientras los mismos responsables por el crimen del 26 de septiembre de 2014 siguen despachando desde Los Pinos.
México no solamente es un paraíso fiscal en que nadie paga lo que le corresponde, sino que también se ha convertido en un paraíso de la impunidad en que cualquier cosa se vale con tal de mantenerse en el poder y enriquecerse a expensas del erario y los recursos nacionales. Ningún fraude es demasiado grande, ningún cinismo demasiado descarado, y ninguna agresión demasiado violenta para llamar la atención de la autoridad y obligar a las instituciones del Estado a tomar acción para defender los intereses públicos. Ya no existe límite alguno al ejercicio del poder.
La principal función de las instituciones públicas en el México contemporáneo no es la rendición de cuentas, sino el control social. Los organismos del Estado solamente se activan cuando se trata de reprimir, censurar o emitir castigos ejemplares contra quienes se atreven a resistir los embates del poder...
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