John M. Ackerman
La absoluta descomposición del país es evidente para cualquiera dispuesto a abrir los ojos.
Las ejecuciones de los corresponsales de La Jornada en Sinaloa y Chihuahua, Javier Valdéz y Miroslava Breach, así como de los activistas Miriam Rodríguez, en Tamaulipas, y Miguel Vásquez, en Jalisco, constituyen un macabro mensaje dirigido hacia todos los mexicanos que buscamos un mejor país. Y el secuestro del periodista Salvador Adame, en Michoacán, las amenazas en contra de Juan Manuel Partida, presidente de la Asociación de Periodistas de Sinaloa, y el asesinato del hijo de la periodista Sonia Córdova, en Jalisco, confirman que absolutamente nadie está a salvo frente a la ola de violencia criminal fomentada y protegida desde las más altas esferas del poder político y económico del país.
Pero en lugar de atender la grave crisis humanitaria y democrática, las autoridades mexicanas prefieren indignarse y mandar sus “sentidos pésames” a Inglaterra por los ataques en Manchester, así como “exigir enérgicamente” el respeto a los derechos humanos en Venezuela.
Estas hipócritas cortinas de humo ya engañan a muy pocos. El pueblo mexicano paga altos salarios a sus autoridades públicas para que se preocupen en primero lugar por los grandes problemas nacionales y los resuelvan. Los asuntos internacionales son importantes, pero no deben fungir como distractores de las tareas principales de nuestros gobernantes.
La situación nacional se agrava cada día no por una falta de capacidad institucional o de presupuestos públicos, sino por una total ausencia de voluntad política.
En México, el “terrorismo” no lo ejercen fundamentalistas religiosos al servicio de un Estado extranjero, sino las redes criminales que controlan simultáneamente los aparatos gubernamentales, las obras privatizadas y el narcotráfico. Ya no hay una separación clara entre las esferas públicas y privadas o entre el crimen organizado dentro y fuera del gobierno...
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