John M. Ackerman
Una de las razones por las cuales predomina la impunidad más absoluta en materia electoral es por la burocratización y la partidización de la justicia electoral. Si realmente queremos romper el nefasto ciclo de simulación y de fraudes constantes en México, habría que habilitar a los ciudadanos para que puedan participar directamente en los procesos de vigilancia y evaluación de los comicios.
Actualmente, el derecho electoral mexicano acota de manera estricta e inaceptable el papel de la ciudadanía. Somos convocados a las urnas para votar, prestamos mano de obra gratuita al INE sirviendo como funcionarios de casilla, y podemos fungir como silenciosos “observadores ciudadanos” de los procesos de conteo, pero formalmente no contamos con la “personalidad jurídica” necesaria para exigir un recuento de la votación o impugnar directamente los resultados fraudulentos.
Ello no implicaría problema alguno si las instituciones electorales cumplieran con su espíritu original de ser organismos ciudadanos, independientes y autónomos. La histórica reforma electoral de 1996, que sentó las bases para la supuesta “transición democrática” en México, le apostó a la ciudadanización de los órganos electorales con el fin de acabar con los fraudes constantes.
Desde la casilla electoral hasta la máxima instancia de dirección, el Consejo General del IFE, la autoridad sería dirigida y vigilada por ciudadanos independientes. El IFE también contaría con autonomía plena tanto de los partidos políticos como de las instituciones gubernamentales para poder cuidar las elecciones con total independencia y objetividad.
Pero aquel sueño de ciudadanización hoy se ha convertido en una oscura pesadilla de burocracia, simulación y corrupción. Los consejos generales, tanto del INE como de los institutos locales, ya no cuentan con autonomía ni espíritu ciudadano alguno. Hoy casi todos los consejeros rinden homenaje al poder y se hacen de la visita gorda frente a las violaciones legales...
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