Más que aquél mito histórico al que algunos la reducen, la revolución es una realidad presente que distingue nuestra nación y que ha inspirado nuestra cotidiana construcción democrática. Uno de los logros más importantes de los revolucionarios de 1910 fue sin duda la irrestricta separación iglesia - Estado. La fortaleza y la dignidad del Estado laico mexicano siempre fueron ejemplos internacionales del éxito de un liberalismo progresista, y se destacan hoy más que nunca en una época de resurgimiento de fundamentalismos y sectarismos de diversa índole a lo largo y ancho del planeta.
México cuenta con un nivel de desarrollo mucho más avanzado que los Estados Unidos en la materia. En el país vecino del norte, tanto el presidente como los diputados y senadores federales juran sobre una biblia al tomar posesión de sus cargos. En más de una docena de entidades federativas de la unión americana un sacerdote inaugura las sesiones legislativas locales con una bendición pública. La moneda americana reza que su valor surge de la “confianza” que los ciudadanos tienen en dios (“in god we trust”). Las bodas oficiadas por curas, pastores y incluso chamanes, tienen valor civil. Un gran número de escuelas públicas del sur de los Estados Unidos todavía enseñan que la humanidad tiene su origen en el pecado original de Adán y Eva.
México, en contraste, es un ejemplo de modernidad y progreso. Si bien el régimen del partido del Estado estableció cuestionables pactos con los grupos más conservadores de la jerarquía católica, durante sus más de 70 años en el poder el Partido Revolucionario Institucional (PRI) nunca se atrevió a minar totalmente los cimientos del Estado laico.
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